No es mi empeño que lo escrito en estas pocas líneas se convierta en una vil lisonja, los entendidos me concederán la razón. Resulta que hace varios días compartí toda una tarde de conversación con una querida amiga, de la que me reservaré el nombre por respeto a su persona y a lo que puedan pensar los lectores de este blog. El intercambio de palabras, como en cualquier acto social de tal naturaleza, se confundió con el paso de las horas pero, entre tema y tema, algo me inquietó. Y es que, quien tiene magia no necesita trucos para atraparte de esa manera.
La mujer quiteña tiene su propio encanto, su propia magia. Inteligente, luchadora, vivaz, seria, alegre, nostálgica, orgullosa de su carrera, de su familia y amistades cercanas. Muchos ejemplos nos trae a muestra la historia, para qué voy a nombrarlos en esta ocasión. Entonces, ¿cuál es mi objetivo al escribir sobre esto?
En plena conversación, mi proceder taciturno, que normalmente forma parte de mi personalidad, se tornó en una suerte de hipnosis. El embeleso que me producían sus espontáneas muestras de ingenio, sus expresiones, el timbre agudo de su voz y su trato fueron inevitables. No la escuchaba, la contemplaba hablar, y mientras lo hacía, pensaba en las particularidades, en épocas de antaño, en si los hombres del pasado caían en ese trance mientras compartían su tiempo con una hermosa mujer.
Ya de camino a casa he de confesar que cruzó por mi mente el texto de un gran maestro de las letras que dice: “Para donosa y elegante, la quiteña. Con la mirada se insinúa, con la sonrisa conquista, con el porte general de su persona pone el yugo debajo del cual pesadumbres son delicias, desdenes incentivos, rigores esperanzas. La ojinegra del Pichincha es el demonio vuelto a la gracia de Dios con sus rezagos de malicia.”
Por lo visto nada cambió en ese sentido, fue de fácil respuesta mi inquietud luego de analizar los pensamientos de Montalvo y ser testigo de los mismos, incluso mucho tiempo después de ser escritos. Bellas palabras tan llenas de verdad, ¿no es así?
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