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Mi amigo el “hippie raro”

Juan Domínguez


«Apenas desamarrada la pobre barca, viajero, del árbol de la ribera, se canta: no somos nada. Donde acaba el pobre río la inmensa mar nos espera.»

Antonio Machado


Un día normal, común y corriente diríamos, me dispuse a tomar el periódico para ojear las novedades que surgen en la coyuntura del país. Es realmente penoso toparse con noticias negativas todas las semanas a toda hora, violaciones, robos, secuestros, asesinatos, venganzas… son parte de las realidades que muestra el periodismo, nada ajeno a la naturaleza del humano, nada incomparable con hechos crueles y violentos que acontecen en todo el mundo. Mientras cambiaba las páginas del diario sentí un tremendo golpe en el estómago, entre línea y línea un nudo en la garganta, humedad en los ojos, incredulidad por lo que estaba leyendo y una pregunta que martilleaba mi cabeza: ¿por qué?


Ustedes me dirán que cuando llegan malas noticias de alguien conocido todos reaccionamos igual pero me atrevo a asegurar que esta vez no fue así. También me dirán que una persona fallecida a ojos de los demás siempre fue buena, pues afirmo que esta vez tampoco es así. Samuel, el “hippie raro”, como yo le decía con cariño, fue realmente diferente. Mi calificativo, muy lejos de ser un insulto, describía de alguna manera la autenticidad de un ser que era único, un pensamiento extraordinario sobre el amor, el respeto, el arte, las letras y la vida. Un ser de luz que irradiaba paz, no pretendía nada, no codiciaba materialidades, simplemente vivía a su manera y con ello era feliz.


Por eso, tan cruel noticia golpea a quienes lo conocimos, o conocimos el lado positivo del “hippie raro”, nadie escapa de poseer un lado negativo. La primera vez que vi a Samuel me impactó su personalidad, su carisma, su forma de vestir. Recuerdo que apareció en una de las tantas ferias informativas que organizamos con el Club Ecológico de la Universidad Central. Una especie de túnica dorada cubría su torso y llegaba hasta las rodillas de un jean roto que combinaba con unas zapatillas desgastadas. Cabello largo y rubio, trenzas decorativas, pulseras en sus muñecas, tez blanca, rostro amigable. Una perrita con un pañuelo atado al cuello siempre lo acompañaba. Aquel día se me acercó, me extendió su mano, me ofreció su ayuda desinteresada para las actividades que realizábamos con el Club. Se convirtió en un amigo más, pero no lo era por obvias razones, no era “alguien más”.


La alegría que emanaba de Samuel contrastaba con mi frustración con la gente. Fuimos un grupo de estudiantes, más nuestro amigo, que quería hacer cosas buenas por la comunidad de la Central y su entorno, simplemente queríamos que el mensaje llegue a la mayoría posible. Queríamos que las personas entiendan su responsabilidad con el ambiente y sus semejantes, implementando prácticas que ayuden a su desarrollo personal y social. Empezamos con una campaña de reciclaje, algo básico, pero nunca obtuvimos resultados positivos. Yo no podía creer que estudiantes universitarios que optan por un título para convertirse en profesionales que tomen las riendas del país, no sean capaces de distinguir la diferencia entre cuatro tachos rotulados a colores y el piso.


Samuel comprendía mi enojo en el fracaso de cada campaña, muchas fueron las tareas que emprendimos por nuestros objetivos para informar a la gente, pero ese enojo no se dejaba contagiarlo, entendía que la sociedad es así, el mundo funciona así, somos una diversidad que camina por diferentes rumbos y lucha por objetivos propios o comunes, por eso él escogió el suyo, el más adecuado, y fue a vivir donde se sentía a gusto con lo que quería pero eso no lo hacía egoísta, al contrario, exponía su punto de vista, predicaba con su ejemplo y congeniaba con muchísima gente que hoy llora su pérdida.


Nuestro amigo fue víctima de la violencia de gente enferma que quiere imponer su razón por sobre los demás, eso es innegable. Nadie debería morir así, no es justo, y menos alguien como Samuel, pero hoy debe estar en donde pertenece, en algún lugar donde hay respeto y no egoísmo. Ya no lo veremos paseando por las calles de Quito con su perrita. Ya no lo veremos en los conciertos, en las ferias, en las exposiciones conversando y compartiendo su conocimiento. Ya no lo veremos rescatar animales callejeros, alimentarlos, conseguirles un hogar. El “hippie raro” nunca le hizo mal a nadie. Aunque todos se burlaban de él por ser diferente, él se entristecía por ellos, porque todos son iguales. Hasta pronto amigo, allá nos encontraremos.

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