Byron y Hugo están en la ciudad para trabajar, su panorama está bajo las rodillas de toda la gente que camina por las calles del centro histórico de Quito. Con la mirada perdida en el pavimento en busca de un par de zapatos para lustrar, encuentran mi calzado. “¿Limpio joven?”, pregunta Hugo. “Apure, no sea malo, vea esa desgracia”, añade, mientras Byron admira la pelota en manos del niño que transita por la vereda. Desea tanto tener esa pelota en lugar del cajón manchado, lleno de tinta, bacerola, cepillos y franelas.
Byron U. de 12 años y Hugo C. de 14, son amigos, se conocen de la calle allá en su tierra natal, la parroquia de Zumbahua, ubicada en el cantón Pujilí, provincia de Cotopaxi. Desde hace un año vienen a Quito todos los lunes a limpiar zapatos. Los viernes regresan a su pueblo para asistir a clases, estudian a distancia en el colegio Jatari Unancha. Conocen a 10 compañeros más que realizan la misma actividad.
Su zona de trabajo en la capital es la Plaza Grande, empiezan la jornada a las 07:00. La lustradita cuesta entre USD 0,50 y USD 1,50 todo depende del cliente. “Por aquí pasa bastante gente, los gringos que vienen con zapatos y los señores que trabajan en oficinas pagan bien”, afirma Byron. A mediodía almuerzan en un restaurante en la plaza de San Francisco, sólo si el dinero les alcanza. A las 17:00 regresan a su casa, en Quito, con el dinero ganado en todo el día. “Normalmente hacemos 12 o 15 dólares cuando está bueno, cuando está malo se saca solo cinco”, explica Hugo.
Según datos del Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) en el Ecuador 359 597 niños y adolescentes laboran. Ellos representan el 8,56% de la población menor de edad que realiza actividades consideradas como trabajo infantil. La provincia en la que se registra la tasa más alta de trabajo infantil es Cotopaxi, con el 25,14%, seguida de Bolívar, Chimborazo, Cañar, Loja y Azuay. Así, la Sierra Centro-Sur acumula el 38,8% de niños que trabaja en el país.
Byron vive con su padre en el barrio de San Roque, alquilan un pequeño cuarto. Su padre carga sacos de papa en el mercado. Su madre no viene a la ciudad, trabaja en Zumbahua cuidando vacas y borregos. “Mi papá es bueno, a veces se emborracha, pero no me pega”. “Con lo que gano le ayudo a pagar el cuarto y a comprar los útiles para mi estudio”, señala mientras agacha la cabeza y su mirada se esconde bajo la visera de su gorra.
Hugo, por su parte, vive en El Placer con su hermano que es taxista. Sus padres laboran como agricultores en Zumbahua. Al igual que Byron, el dinero que gana lo invierte en su educación. “La matrícula del colegio es gratis, nos regalan libros y uniformes pero siempre mandan a comprar cuadernos, esferos y otras cosas”. A Hugo le gusta la ropa, si le sobra dinero no pierde la oportunidad de comprar una camiseta o un pantalón. “Por ahora no puedo, la plata que hice ayer me la robaron cuando regresaba a la casa, dos jóvenes me empujaron, me hicieron caer y me quitaron las monedas después de patearme”, comenta mientras indica las marcas de los golpes impresas en su piel.
El estómago se les retuerce, se puede escuchar que pide comida a gritos, hoy no almorzaron. Pronosticamos la tempestad que se avecina. Guardo en mi mochila la libreta de apuntes, tampoco probé bocado en toda la mañana, pero encontré buena compañía para hacerlo. Invito a los niños a comer algo, sin dudarlo aceptan y con cierta timidez caminan por el pasillo de la cafetería ante la mirada de los comensales. “Ustedes no pueden entrar” exclama el empleado. “Ellos vienen conmigo” respondo. “Disculpe señor, es que a veces los niños así entran a pedir plata o comida”, menciona la cajera.
La lluvia cae fuerte sobre la ciudad, el ponche quiteño y el calor del lugar son un buen refugio para evitar el frío. “Cuando llueve y estamos trabajando nos alzamos nomás” afirma Hugo. No se despegan de su cajón ni un segundo, su herramienta de trabajo la abandonarán cuando Hugo se convierta en policía y Byron en abogado. “Yo quiero ser policía para ayudar a cuidar a la gente”. “Yo quiero ser abogado porque cuando les limpio los zapatos hablan de arreglar problemas, pero más hablan de plata."
El líquido vital dejó empapada a la “Carita de Dios”. El pequeño refrigerio servirá para contener el hambre hasta llegar a la casa. “¿Joven, ahora si se va a dejar limpiar?”, pregunta Hugo. “¿Cuánto me vas a cobrar?”, le pregunto. “Usted me cayó bien, dos dólares nomás le cobro”, responde Hugo mientras Byron suelta una carcajada. A pesar de todo no dejan a un lado la alegría de ser niños.
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